Capítulo 7 Novela: "El equilibrio es imposible"
Capítulo séptimo de esta novela escrito por meri:
Todo lo que viene es nuevo
Todo lo que viene es nuevo
Todo lo que viene es nuevo
Todo lo que viene es nuevo
La última semana de octubre la pasamos en Bilbao con motivo de la presentación del nuevo libro de Lucía. Como mi tía nos había anticipado, nos habían adjudicado una habitación doble para los tres, Iker, Idoia y una servidora, pues cada año en fechas de presentaciones o congresos se agotaban en Indautxu las habitaciones, y si no dormiamos en la misma habitación, uno de los tres había tenido que hospedarse en un hotel de mala muerte en las afueras de la ciudad.
Por supuesto, ni a mis hermanos ni a mi nos importaba lo más mínimo compartir habitación, ni tampoco veíamos como desaire de la organización el hecho de que no nos hubieran reservado tres plazas. De hecho, yo estaba encantada con la idea. En general no me gustaba nada compartir mi espacio, pero con mis hermanos era distinto, puesto que ya estaba muy acostumbrada a que fuera Iker quién recogiera la ropa que Idoia y yo desperdigabamos por el suelo cada noche, antes de dormir, quien la doblara y la colocara en una silla, refunfuñando entre dientes, a que fuera él, quien nos arropara en medio de la noche, después de que nosotras nos deshiciéramos, en sueños, de las sábanas a patadas, a que Iker hiciera, en suma, de nuestra madre, anque yo sólo supiese identificar ese carácter como fraternal.
La presentación de su novela no fue precedida de ninguna expectación. Todo resultó muy sobrio en comparación con anteriores presentaciones.
Lucía engatusó al público con su vestido ceñido, y su sentido del humor. Lo bueno fue que después de la ya nombrada presentación, no le siguieron los besos estampados al aire, las palabras dulzonas... Allí todo fue contenido, formal y correcto: apretones de manos en lugar de besos. Lucía propuso celebrarlo con una botella de champán.
-Creía que tu ya no bebías -me dijo Paúl, que curiosamente no dejaba de acudir a cualquier acto público que le pasara por delante. Discreto como siempre.
-Llevo casi seis meses prácticamente sin beber. Ya me he hartado. Me merezco un poco de juerga.
Nos ventilamos no una sino tres botellas de Moët en el bar del hotel, rodeados de periodistas, fotógrafos y espontáneos, que revoloteaban alrededor de Lucía, y del ya consagrado escritor, Iván Ferreiro Rodríguez.
Un fotógrafo se empeñó en beber champán del zapato de mi madre, y ella se deshizo no sólo de los zapatos sino de las medias de rejilla, empeñada en acariciarle a mi padre la entrepierna con los pies desnudos, para mayores risas y festejos de los que se habían unido a la improvisada juerga.
Regresé a la habitación colgada del brazo de Paúl, al que inconscientemente seguí el juego sin más. Con los zapatos en mi mano derecha, tarareando el Bésame mucho en un éxtasis de fervor machinista.
Cuando me desplomé en la cama no podía parar de reír. Paúl se tumbó a mi lado, riéndose conmigo, y así nos quedamos dormidos, la risa aún en los labios, completamente vestidos: él con zapatos y todo, sin haberse quitado el traje oscuro de Armani que seguramente le había costado un ojo de la cara y que se arrugaría sin remedio; yo con los pendientes Tous, complemento antinatural que detesto, pero que mi madre me obliga a llevar porque según su intuición femenina y glamourosa, me hacen más elegante, y la falda del vestido que se me había ido subiendo hasta quedarse arrugada en la cintura; los dos borrachos como cubas, agotados como niños, y mis hermanos, por suerte, sin aparecer.
Cuando volví a abrir los ojos ya era casi de día, y una débil luz rosada se colaba por la ventana. Todo estaba en calma, el silencio era denso. Me levanté para apagar la luz eléctrica, que nos habíamos dejado encendida, y entonces fue cuando sentí en la cabeza la resaca, que me impedía andar derecha.
Apagada la luz, me empeñé en quitarle los zapatos a Pául, pero él, que estaba como un tronco, y que roncaba muy ligeramente, no colaboraba en absoluto, y cuando yo, tras varios esfuerzos inútiles, logré por fin tirar con la energia suficiente como para quitarle uno de los zapatos, salí despedida por mi propio impulso y me caí de culo encima de la alfombra, en una postura tan ridícula, que borracha como estaba, me hizo estallar en una carcajada inevitable.
Fue en aquel momento, cuando Paúl abrió los ojos, y al encontrarme en el suelo, sobre la alfombra, riéndome como una loca, no pudo evitar reírse conmigo, y entonces me alzé como pude y avanzé, patosa, hacia la cama, y borracha todavía me empeñé en hacerle cosquillas a Paúl, y cuando él se defendió, tratando de sujetarme los brazos para inmovilizarme, rodamos por la cama, y antes de que pudiéramos darnos cuenta, ya estábamos besándonos, torpemente al principio, apenas un leve contacto de los labios, más profundamente luego, explorándonos las bocas con las lenguas, saboreando uno la saliva del otro, y no me atreví a decir nada, a reírme, no fuera que de repente cayese en la cuenta de lo que estaba haciendo, una tonteria de borrachos, sin duda, pero una tontería que yo deseaba, y por eso dejé que él tirara del vestido hacia arriba, inclusó alzé los brazos para facilitarle la operación, y luego fui yo la que tuvo que ayudarle a él a deshacerse de la chaqueta, la que desabrochó como pudo los botones de la camisa... y luego, ¡oh, sorpresa!, aquella cosa... mucho más grande de lo que yo la hubiese imaginado nunca, te oigo, te huelo, te empujo por detrás... y luego las caricias, los besos, los abrazos, el cuerpo y la cabeza, lo masculino y lo femenino, Paúl y Olaia.
Un mareo de mezclas de olores: el perfume con olor a cítrico que llevo usando desde los catorce años, la colonia de Armand Basi de Paúl, el sudor de nuestros cuerpos, y la guindilla del pastel, el aroma de... de... de eso.
-Creía que tu yo sólo éramos amigos -dije yo.
-Considera el sexo como una posible opción dentro de nuestra amistad.
-Pero es que yo te quiero.
-Yo también. Te quiero mucho.
-"Te quiero mucho" no es exactamente la frase con la que yo definiría lo que siento. Me estaba refiriendo a un "te quiero" simple, sin el "mucho" añadido.
-¿Sabes? Empiezo a pensar que soy el tipo de persona capaz de quererse a sí mismo o a otro, pero nunca a dos a la vez.
-No digas tonterías.
Hay veces en que la abuela Luz me dice que el día en que nacimos Iker, Idoia y yo, hubo fiesta en el cielo. Dice que nunca había visto esos ojos, los de las niñas; esa sonrisa, la del niño; esa felicidad, la de mis padres.
Cuando papá llegaba a casa por la noche, después de una larga jornada de trabajo, me cogía en brazos y me cantaba:
Vengo de un sitio que sabrás
Viajo de vuelta ya verás
Recuérdame, yo te voy a encontrar...
Viajo con una bolsa gris
Todo es muy bonito aquí
Recuérdalo, tu también bajaste así...
Se paseaba por la cocina conmigo y me hablaba. Me decía lo preciosa que era con el pelo oscuro y ondulado y con los ojos castaños de mi madre.
Me decía que me llevaría a Galícia y que pasearíamos por las aldeas gallegas. Cuanto más cantaba papá, menos lloraba yo, y con el tiempo empezaba a reír.
Cuando yo lloraba por las noches, papá saltaba de la cama en un momento, me cogía en brazos, bailaba despacio alrededor de la mesa del salón, cantándome, haciendo sonidos como si de mi propia madre se tratara. Duérmete, todo marcha bien... Cuando pasaba junto a la ventana por donde entraba la luz de las farolas de la calle, se le veían las lágrimas en las mejillas, y eso era raro, pues él nunca dejaba que le vieran llorar.
Entonces lloraba por mí, mírame, siempre me tendrás... y olía a almendras.
Olaia Ferreiro Montero, San Sebastián
Todo lo que viene es nuevo
Todo lo que viene es nuevo
Todo lo que viene es nuevo
Todo lo que viene es nuevo
La última semana de octubre la pasamos en Bilbao con motivo de la presentación del nuevo libro de Lucía. Como mi tía nos había anticipado, nos habían adjudicado una habitación doble para los tres, Iker, Idoia y una servidora, pues cada año en fechas de presentaciones o congresos se agotaban en Indautxu las habitaciones, y si no dormiamos en la misma habitación, uno de los tres había tenido que hospedarse en un hotel de mala muerte en las afueras de la ciudad.
Por supuesto, ni a mis hermanos ni a mi nos importaba lo más mínimo compartir habitación, ni tampoco veíamos como desaire de la organización el hecho de que no nos hubieran reservado tres plazas. De hecho, yo estaba encantada con la idea. En general no me gustaba nada compartir mi espacio, pero con mis hermanos era distinto, puesto que ya estaba muy acostumbrada a que fuera Iker quién recogiera la ropa que Idoia y yo desperdigabamos por el suelo cada noche, antes de dormir, quien la doblara y la colocara en una silla, refunfuñando entre dientes, a que fuera él, quien nos arropara en medio de la noche, después de que nosotras nos deshiciéramos, en sueños, de las sábanas a patadas, a que Iker hiciera, en suma, de nuestra madre, anque yo sólo supiese identificar ese carácter como fraternal.
La presentación de su novela no fue precedida de ninguna expectación. Todo resultó muy sobrio en comparación con anteriores presentaciones.
Lucía engatusó al público con su vestido ceñido, y su sentido del humor. Lo bueno fue que después de la ya nombrada presentación, no le siguieron los besos estampados al aire, las palabras dulzonas... Allí todo fue contenido, formal y correcto: apretones de manos en lugar de besos. Lucía propuso celebrarlo con una botella de champán.
-Creía que tu ya no bebías -me dijo Paúl, que curiosamente no dejaba de acudir a cualquier acto público que le pasara por delante. Discreto como siempre.
-Llevo casi seis meses prácticamente sin beber. Ya me he hartado. Me merezco un poco de juerga.
Nos ventilamos no una sino tres botellas de Moët en el bar del hotel, rodeados de periodistas, fotógrafos y espontáneos, que revoloteaban alrededor de Lucía, y del ya consagrado escritor, Iván Ferreiro Rodríguez.
Un fotógrafo se empeñó en beber champán del zapato de mi madre, y ella se deshizo no sólo de los zapatos sino de las medias de rejilla, empeñada en acariciarle a mi padre la entrepierna con los pies desnudos, para mayores risas y festejos de los que se habían unido a la improvisada juerga.
Regresé a la habitación colgada del brazo de Paúl, al que inconscientemente seguí el juego sin más. Con los zapatos en mi mano derecha, tarareando el Bésame mucho en un éxtasis de fervor machinista.
Cuando me desplomé en la cama no podía parar de reír. Paúl se tumbó a mi lado, riéndose conmigo, y así nos quedamos dormidos, la risa aún en los labios, completamente vestidos: él con zapatos y todo, sin haberse quitado el traje oscuro de Armani que seguramente le había costado un ojo de la cara y que se arrugaría sin remedio; yo con los pendientes Tous, complemento antinatural que detesto, pero que mi madre me obliga a llevar porque según su intuición femenina y glamourosa, me hacen más elegante, y la falda del vestido que se me había ido subiendo hasta quedarse arrugada en la cintura; los dos borrachos como cubas, agotados como niños, y mis hermanos, por suerte, sin aparecer.
Cuando volví a abrir los ojos ya era casi de día, y una débil luz rosada se colaba por la ventana. Todo estaba en calma, el silencio era denso. Me levanté para apagar la luz eléctrica, que nos habíamos dejado encendida, y entonces fue cuando sentí en la cabeza la resaca, que me impedía andar derecha.
Apagada la luz, me empeñé en quitarle los zapatos a Pául, pero él, que estaba como un tronco, y que roncaba muy ligeramente, no colaboraba en absoluto, y cuando yo, tras varios esfuerzos inútiles, logré por fin tirar con la energia suficiente como para quitarle uno de los zapatos, salí despedida por mi propio impulso y me caí de culo encima de la alfombra, en una postura tan ridícula, que borracha como estaba, me hizo estallar en una carcajada inevitable.
Fue en aquel momento, cuando Paúl abrió los ojos, y al encontrarme en el suelo, sobre la alfombra, riéndome como una loca, no pudo evitar reírse conmigo, y entonces me alzé como pude y avanzé, patosa, hacia la cama, y borracha todavía me empeñé en hacerle cosquillas a Paúl, y cuando él se defendió, tratando de sujetarme los brazos para inmovilizarme, rodamos por la cama, y antes de que pudiéramos darnos cuenta, ya estábamos besándonos, torpemente al principio, apenas un leve contacto de los labios, más profundamente luego, explorándonos las bocas con las lenguas, saboreando uno la saliva del otro, y no me atreví a decir nada, a reírme, no fuera que de repente cayese en la cuenta de lo que estaba haciendo, una tonteria de borrachos, sin duda, pero una tontería que yo deseaba, y por eso dejé que él tirara del vestido hacia arriba, inclusó alzé los brazos para facilitarle la operación, y luego fui yo la que tuvo que ayudarle a él a deshacerse de la chaqueta, la que desabrochó como pudo los botones de la camisa... y luego, ¡oh, sorpresa!, aquella cosa... mucho más grande de lo que yo la hubiese imaginado nunca, te oigo, te huelo, te empujo por detrás... y luego las caricias, los besos, los abrazos, el cuerpo y la cabeza, lo masculino y lo femenino, Paúl y Olaia.
Un mareo de mezclas de olores: el perfume con olor a cítrico que llevo usando desde los catorce años, la colonia de Armand Basi de Paúl, el sudor de nuestros cuerpos, y la guindilla del pastel, el aroma de... de... de eso.
-Creía que tu yo sólo éramos amigos -dije yo.
-Considera el sexo como una posible opción dentro de nuestra amistad.
-Pero es que yo te quiero.
-Yo también. Te quiero mucho.
-"Te quiero mucho" no es exactamente la frase con la que yo definiría lo que siento. Me estaba refiriendo a un "te quiero" simple, sin el "mucho" añadido.
-¿Sabes? Empiezo a pensar que soy el tipo de persona capaz de quererse a sí mismo o a otro, pero nunca a dos a la vez.
-No digas tonterías.
Hay veces en que la abuela Luz me dice que el día en que nacimos Iker, Idoia y yo, hubo fiesta en el cielo. Dice que nunca había visto esos ojos, los de las niñas; esa sonrisa, la del niño; esa felicidad, la de mis padres.
Cuando papá llegaba a casa por la noche, después de una larga jornada de trabajo, me cogía en brazos y me cantaba:
Vengo de un sitio que sabrás
Viajo de vuelta ya verás
Recuérdame, yo te voy a encontrar...
Viajo con una bolsa gris
Todo es muy bonito aquí
Recuérdalo, tu también bajaste así...
Se paseaba por la cocina conmigo y me hablaba. Me decía lo preciosa que era con el pelo oscuro y ondulado y con los ojos castaños de mi madre.
Me decía que me llevaría a Galícia y que pasearíamos por las aldeas gallegas. Cuanto más cantaba papá, menos lloraba yo, y con el tiempo empezaba a reír.
Cuando yo lloraba por las noches, papá saltaba de la cama en un momento, me cogía en brazos, bailaba despacio alrededor de la mesa del salón, cantándome, haciendo sonidos como si de mi propia madre se tratara. Duérmete, todo marcha bien... Cuando pasaba junto a la ventana por donde entraba la luz de las farolas de la calle, se le veían las lágrimas en las mejillas, y eso era raro, pues él nunca dejaba que le vieran llorar.
Entonces lloraba por mí, mírame, siempre me tendrás... y olía a almendras.
Olaia Ferreiro Montero, San Sebastián
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